Un breve cuento para no dormir, de esos que nos recuerdan que en la noche del Samaín, los espíritus de los muertos vuelven para mezclarse con los vivos.
Gentileza de Ricky. Que lo disfrutes.
Es la tarde de Halloween o, como
mejor diríamos, es la víspera de la noche de los espíritus. Lo que voy a narrar
podréis creer que es mentira, pero no se aleja de la verdad salvo unos escasos
pasos, solamente lo que se haya perdido de la persona que lo sufrió a la pluma
que lo está escribiendo en el papel.
Era
la noche de Halloween de un año antes y el frío invitaba a quedarse en casa;
estaba siendo un invierno atípico en Madrid, las temperaturas rondaban los cero
grados y la caída de las hojas se había adelantado, por lo que todo transmitía
una tristeza y una soledad desacostumbrada a estas fechas; las aceras
rápidamente se quedaban vacías y sólo apetecía estar en el salón cobijado tras
una manta y atontarse con la televisión.
Sofía se apretujaba tras la ruana
que hacía dos veranos se había traído de su viaje por la Europa del este, como
casi todas las noches estaba sola; su vida era un poco solitaria, sobre todo en
el plano sentimental; no encontraba a nadie que de verdad le llamase la
atención y, cuando estaba un poco depresiva, el pequeño chalet que tenía en una
de las innumerables ciudades dormitorio de los alrededores de Madrid, se le
hacía enorme.
Esa
noche estaba viendo una película de terror que ponían en la dos; Demons creía que era el título que había
leído en el periódico, y la verdad es que la estaba acongojando un poco.
Trataba de una máscara maldita que hacía que todo aquel que se la pusiese
cayera víctima de una maldición, y este a su vez la contagiaba al resto al causarles
cualquier herida con sus manos o dientes; y todo esto sucedía en un cine, por
lo que Sofía estaba imaginando el gran efecto que habría causado en los
espectadores mientras la veían. Pero esa noche ella también estaba con el susto
en el cuerpo. Cuando la peli estaba llegando a su clímax más absoluto un golpe
brusco la hizo dar un salto en el sofá; algo se había caído en la planta de
arriba. Intuitivamente pensó que habría sido Azazel, su gato, que era un
diablo, de ahí el nombre, y esta vez no iba a dejar que quedase sin castigo una
nueva trastada; además le sirvió como excusa para dejar de mirar a la pantalla
que tanto miedo la estaba causando. Ascendió las escaleras que la conducían a
los dormitorios mientras oía el quejido agudo de los escalones de madera, y se
dijo así misma que tenía que avisar a su padre para que viniese a apretar los
tornillos de la escalera; le ponía nerviosa ese ruidillo chirriante. Primero
miró en su dormitorio, a Azazel le gustaba mucho meterse en él; allí vio como
su precioso cofrecillo de madera, que tenía encima de la cómoda, estaba en el
suelo y todo su contenido estaba desparramado por el suelo; lo único que le
vino a la cabeza en ese momento era encontrar al gato y darle un par de buenos
pescozones. Salió de su dormitorio y buscó en los otros mientras con voz melosa
llamaba al minino y, tras cinco minutos, no encontró nada; pero pensó: ya
aparecerá y arreglaremos esto. Volvió a su habitación y arregló como pudo el
desaguisado.
Recordaba cómo
había conseguido ese cofre: fue en un bazar de Budapest, en una preciosa tienda
de antigüedades, pequeña pero con gran profusión de objetos en sus estanterías;
la dueña, una mujer muy bella, con la piel pálida como el alabastro y de
intensa mirada verde, había estado regateando con ella durante unos diez
minutos; intentó que comprara otros objetos; comenzó con un precio excesivo,
pero Sofía se había encaprichado de esa caja de madera y marfil, con un pequeño
espejito engastado en la tapa; en el interior, sobre las paredes, había unas
letras escritas con un finísimo cincel sobre la madera: estaban en húngaro
antiguo, le había comentado la dependienta. Sofía no quiso preguntarle más y,
después de pagarla, se fue muy contenta con su compra. Cuando recogió su
cofrecillo del suelo, y colocó la tapa en su sitio se percató de que una de las
esquinas del cristal se había astillado, y una pequeña lasca de cristal no
estaba. Continuó recogiendo las cositas que había en el interior de la tapa y,
mientras cogía los últimos papeles que quedaban, notó una punzada caliente
sobre su dedo; soltó lo que tenía en la mano y dio un pequeño grito. Había
encontrado el trocito de espejo que faltaba; se había hecho un corte en su dedo
índice; inconscientemente, se llevó este a la boca y se chupó la herida; tenía
un tajo bastante profundo en la yema. Mientras pensaba cuál iba a ser el
castigo de Azazel recogió esos papeles y los metió en su sitio; el dedo no
dejaba de sangrar y manchó el interior de la caja al guardar las cosas; no pasa
nada, pensó, está en su interior y nadie lo va a ver. Se fue al baño a ponerse
una tirita, no quería manchar de sangre el resto de la casa. Cuando estaba en
el lavabo limpiándose la herida pensó que quizás la culpa no era del gato si no
de ella que no lo había educado bien, pero cuando se echó yodo en la herida y
le escoció como el fuego se le quitó esa estúpida idea de la cabeza: ese gato
necesitaba un escarmiento.
Bajó las
escaleras y se disponía a retomar la película, cuando los plomos de la casa
saltaron, todo se quedo a oscuras de golpe; se llevó un susto enorme, pero
luego se tranquilizó y buscó un mechero en la mesa del salón; después de
golpear con la palma de la mano como si del bastón de un ciego se tratase
encontró el encendedor; sabiendo que tenía una vela verde, de esas decorativas
que ahora tanto se estilaban, reflexionó un poco y, aunque la iba estropear,
prefirió eso a andar con un simple mechero por la casa. Una vez que la tuvo
encendida se guardó el mechero en el bolsillo y se encaminó al sótano a
levantar los automáticos; abrió la puerta que conducía a la planta de abajo y
lo primero que encontró de bruces contra ella fue a Azazel que salió disparado
escaleras arriba. Maldiciendo al gato bajó los escalones que la llevaban hasta
el automático de la casa, el sótano olía a rayos, como si se hubiese quemado
algo, pero con un vaho más acre, parecido al que deja la pirotecnia. Miró por
si se hubiera quemado alguno de los plomos y no le pareció que estuviesen mal;
los levanto y en el mismo instante en que notó como volvía la luz en el piso de
arriba, algo pareció moverse a su espalda y un frió primigenio recorrió su
columna vertebral; se quedó atemorizada, paralizada, y reuniendo todo el valor
que pudo echó a correr escaleras arriba. La vela se le apagó y sólo veía la
silueta de los últimos escalones, los que estaban pegados al dintel de la
puerta; a medio camino dio un traspié y fue a dar de bruces contra los
escalones; notó como un profundo calor invadía su sien y a continuación algo
caliente se escurría por su frente; sin tiempo para lamentarse volvió a
levantarse y terminó de subir la escalera. Cuando llegó arriba encendió la luz
y se giró; mientras se dejaba caer de culo porque un mareo la estaba invadiendo
miró hacia el sótano... todo estaba normal, nada estaba fuera de sitio, ninguna
persona la estaba siguiendo con un cuchillo en las manos. Se rió de lo estúpida
e histérica que había sido, como había podido pensar que allí había nadie. Se
incorporó lentamente, temiendo volverse a caer por culpa del mareo, y cerró la
puerta.
Sofía se
dirigió al baño de la primera planta y se miró en el espejo el estropicio que
posiblemente se había hecho en la cara. Tenía una brecha en la sien que
ascendía hacia el cuero cabelludo; no tendría más de tres centímetros, pero no
le dejaba de sangra. Abrió el botiquín, se desinfectó bien la herida y se puso
un par de puntos americanos; después de comprobar cómo la hemorragia remitía,
recogió el lavabo y se lavó la cara. Cuando se incorporó para ir a secársela
pudo ver con el rabillo del ojo como una sombra de colores rojizos se deslizaba
por su espalda. Gritó asustada y se giró. Nada; allí no había nadie. Le
entraron ganas de llorar de lo nerviosa que estaba.
Se fue a la
cocina a prepararse una tila. Mientras cocía el agua pensó que allí había alguien;
casi le había parecido como si esa sombra le hubiera sonreído: una sonrisa
terrible, sádica, tenebrosa. Intentó no pensar más en semejante estupidez; en
su casa no había nadie; solamente ella y su gato. Azazel, ahora se acordaba;
había salido disparado del sótano, ¿Cómo habría entrado allí?, la puerta había
estado cerrada siempre, ¿o no? Mientras se iba con su taza al salón estaba
intentando hacer memoria; ella había cerrado la puerta esa mañana y no
recordaba que hubiese necesitado bajar al sótano para nada. Cuando se sentó, la
película ya había terminado y ahora estaban poniendo un programa aburridísimo
sobre un libro que acababan de editar; creía recordar que el presentador era el
tal Sánchez Dragó. Total, que empezó a cambiar de canales sin encontrar nada
que terminase de convencerla; se estaba empezando a amodorrar en el sofá cuando
un extraño chirrido la hizo despertarse de golpe; el ruido… ¿había sido fuera o
dentro de la casa? Se levantó y volvió a mirar alrededor de ella; allí estaba
claro que no había nadie, pero un momento algo llamó su atención en la
barandilla de subida a los dormitorios: había algo brillante; se acercó y vio
tres profundos surcos sobre la madera; maldita sea, pensó, y a continuación
chilló el nombre de su gato. Empezó a subir en su busca cuando un profundo gruñido la hizo pararse; no quiso
volver la cabeza; ahora sí sentía a alguien allí, y el mismo olor que había
encontrado en el sótano estaba invadiendo el salón. Subió a toda velocidad los
escalones y se fue a su habitación; allí, Azazel la recibió con el lomo erizado
y un agudo bufido. Cerró la puerta con violencia y echó el pestillo, se fue al
otro lado de la cama y cogió un gran jarrón de bronce que tenía en el suelo y
lo empuño a modo de arma. Intentó agudizar el oído para lograr escuchar algo, y
lo que oyó no la tranquilizó: un pesado arrastrar de pies y un agudo rechino
subían las escaleras. Un sudor frió le perlaba todo el cuerpo y tenía ganas de
vomitar. Lo que había subido las escaleras de su casa puso la mano sobre el
picaporte e intentó girar; al ver que no cedía, una gutural y ronca risa llego
del otro lado. Sofía estaba a punto de desmayarse de miedo, pero se aferraba al
jarrón como si de un asidero de la realidad fuera. El picaporte volvió a girar
y esta vez el pestillo no frenó su recorrido; escuchó como crujía el metal y la
madera al ceder ante la presión de quien lo estaba moviendo y, tras un
chasquido seco, la puerta fue abriéndose lentamente. Sofía comenzó a llorar y a
chillarle a quien fuera que se marchase, que tenía un arma y no quería
utilizarla; primero entró una mano de lo que fuera, mejor dicho una gran garra,
de afiladas uñas y piel escamosa de color grisáceo, y luego entro el resto a la
habitación. A Sofía se le escapó el jarrón de las manos y un ahogado grito
pugnó por salir de su garganta; delante de ella había un hombre, o algo con
forma humanoide; mediría algo más de dos metros, sus pies eran también garras,
no iba vestida y no tenia sexo alguno que se la distinguiese; tenía un pecho
poderoso sin vello pero lleno de antiguas cicatrices; su rostro era retorcido,
su nariz era demasiado larga y sus ojos demasiados pequeños, de un enfermizo
color rojo; apenas unos jirones de cabello quedaban en su cabeza, de un color
amarillo grasiento; pero lo que más atemorizó a Sofía fue su boca,
terriblemente grande y con dos enormes colmillos que sobresalían de ella. La
miró e intentó poner una mueca que semejaba una sonrisa; le dijo algo que no
entendió y que sonó como el chillido de una corneja, y antes de que Sofía se
pudiese mover la tenía cogida por el cuello con una garra de acero, y abrió sus
enormes fauces en dirección a los labios de ella. Lo último que escuchó fue un
pequeño gritito surgiendo de sus pulmones, pero que murió en la garganta de
aquel monstruo; luego el mundo comenzó a girar y notó como esos enormes
colmillos comenzaron a taladrarle la piel y la carne; su lengua comenzó a
sangrar y su vida comenzó a extinguirse a la misma velocidad que esta fluía.
Cuando apenas notaba el latir de su corazón el ser la dejó caer pesadamente y
sin prestarle más atención se volvió para marcharse; pero cuando llegó a la
altura de la cómoda se paró y con ojos curiosos miro el cofrecillo; lo cogió y
se sonrió; una mueca mitad odio y mitad suspicacia apareció en su rostro; la
miró a ella y la dijo algo en ese extraño idioma que hablaba, para luego volver
a ponerse a andar y desaparecer en el pasillo. Sofía notó como se le iba la
vida y no podía hacer nada, en sus últimos estertores, miro al techo y recordó
lo que le había dicho la dependienta en Budapest, “tenga cuidado señorita, que
por ningún motivo esta caja se manche de sangre”; demasiado tarde, pensó...
P.D.: Las autoridades declararon
que Sofía había muerto de un derrame cerebral provocado por el golpe en la
cabeza; pero yo no tengo ninguna duda de que ese no fue el motivo.
Ricardo Quintana
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